El fiscal que no se fue de viaje

Voy a confesarles un error que es, al mismo tiempo, un llamado de atención sobre la naturaleza de la verdad.  En mi Libro Negro sobre la Justicia puse en un avión poco conveniente a un pasajero que nunca había salido de Buenos Aires. Si fuera simplemente la confusión de un autor aturdido por la adrenalina del cierre de un libro, no valdría más que un pedido de disculpas a la persona afectada. Pero es más que eso.

En el relato de vida del protagonista de mi libro, la jueza federal María Servini, me detuve en un viaje que hizo ella hacia Medio Oriente a mediados del 2011, durante el verano europeo. María, lo se, acostumbra a realizar dos o tres viajes al año por el mundo. En esta ocasión la acompañaron tres hombres, tres de sus lechuzas. Uno era Marcelo D’Alessandro, que en ese momento era funcionario del gobierno de la Ciudad y años más tarde se iba a convertir en Secretario de Seguridad y jefe de la Policía porteña. El segundo acompañante fue Eduardo Miragaya, fiscal del fuero de la Seguridad Social, más tarde funcionario de Inteligencia, y quien le iba a gestionar un permiso para mantenerse en la Justicia más allá de los 75 años, cuando los jueces, por mandato constitucional, deben irse a su casa. El tercer pasajero es el problema. En una mis muchas charlas con María, ella me contó del viaje y de sus acompañantes. Según me dijo, el tercer hombre había sido Diego Luciani, fiscal en ascenso que estaba a un paso de convertirse en fiscal general de los tribunales orales de Comodoro Py. Luciani era un hombre joven apuesto, en claro ascenso dentro de la estructura del poder permanente de la Justicia. Y así lo conté en mi relato. Y así pareció haber ocurrido. María viajó a Medio Oriente con D’Alessandro, Miragaya y Luciani. Esa aventura la mostraba en todo su esplendor de influencia, acompañada en sus caprichos por tres hombres de la cofradía.

Cuando El Libro negro llegó a a la calle supe la verdad. Y la verdad es que el fiscal Diego Luciani nunca participó de ese viaje. Hubo otro hombre en su lugar, hubo otro tercer hombre, pero no fue Diego Luciani. ¿Por qué María puso en el avión a un hombre que no había estado? Tal vez se haya confundido, por supuesto, y en ese caso no sería más que un error al que yo no supe reparar. Sospecho, sin embargo, que la “confusión” responde a otras razones.  María dio el nombre de alguien que no pertenecía a su radio de influencia, pero al que acaso deseaba bajo su ala protectora, como a una más de sus lechuzas privilegiadas. María debió dar su nombre porque le hubiera gustado que fuera él y no otro el Tercer Hombre.

“¿Qué es la verdad?”, le pregunté alguna vez a María. Ella levantó los hombres y me contestó: “Según. La verdad es lo que figura en los expedientes”, me dijo. Podría agregar que La Verdad es también El relato. Lo que se cuenta sobre lo ocurrido. Lo que se narra a la historia.

Les cuento esto con la dolorosa confesión de haberle provocado un disgusto al fiscal Luciani, a quien hice viajar hacia una sordidez que no transitaba. Pero también preocupado. ¿Qué es la verdad? ¿Aquello que señalan los que la administran? ¿Aquello que asumimos como cierto, aunque no lo sea?